Por Luis Secco
El presidente Alberto Fernández pronunció un discurso ante la Asamblea Legislativa que giró en torno a ejes similares a los que pronunció Mauricio Macri hace cuatro años atrás. Reducir la pobreza y el hambre, superar la grieta (los muros en palabras del propio Alberto Fernández), y bregar por una justicia independiente. Mismos desafíos; pero un abordaje diferente por lo menos eso es lo que se dice.
En relación al primer objetivo el Presidente sostuvo: “Queremos un Estado presente… Vamos a proteger a los sectores más vulnerables. […] los únicos privilegiados serán quienes han quedado atrapados en el pozo de la pobreza y la marginación.” Para luego apelar “a la responsabilidad y el patriotismo de todas y todos”. Luego enumeró algunas iniciativas sin entrar en demasiado detalle (los cuales, aclaró, se irán dando a conocer en las próximas semanas).
Entre esos detalles clave, falta conocer cuáles serán los instrumentos que se utilizarán para lograr el objetivo de poner dinero en el bolsillo de la gente. Un objetivo que estuvo y está presente en la mayoría de las intervenciones públicas del presidente Fernández y que el flamante ministro de Economía anticipó que formará parte del Proyecto de Ley de Solidaridad y Reactivación Productiva.
Recordemos que la recuperación del consumo que se derivaría de ello, es la clave a partir de la cual, según el argumento oficial, se podría revertir “la caída” (se pondría en marcha el aparato productivo ocioso, se levantarían las persianas de las fábricas y locales cerrados, etc.).
«En estos primeros días de gobierno falta conocer cuáles serán los instrumentos que se utilizarán para lograr el objetivo de ponerle dinero a la gente»
Ahora bien, aquí hay tres supuestos clave: Primero que se puede poner dinero en el bolsillo de la gente de manera real y no sólo nominalmente y que ese dinero aumenta efectivamente el poder adquisitivo real de la mayoría de los argentinos. Porque si sólo se pasa dinero de algunos bolsillos a otros (si el dinero proviene de aumentos de impuestos) o si la inflación licúa el aumento nominal de los ingresos, el efecto sobre el consumo real será cuanto mucho marginal. Segundo, que ese potencial mayor poder adquisitivo se vuelca a un mayor consumo y no a ahorrar (atesorar dólares), lo que a priori luce bastante probable sobre todo en los sectores de menores ingresos y en los que vienen experimentando largos años de consumo reprimido. Tercero, cumplidas las dos premisas anteriores, que los empresarios responden a la fila de consumidores incrementando la oferta de sus productos y servicios.
Este último es un supuesto crucial y muy sensible a la gran ausente de los últimos años, que es la confianza. Porque para que la producción reaccione, hace falta que los empresarios (de cualquier tamaño y sector) estén dispuestos a incrementar el capital de trabajo.
Esto es, deben estar dispuestos a reaccionar ante la demanda con una mayor oferta de sus productos y servicios, para lo cual no necesitan invertir en capital físico (dado el exceso de capacidad instalada) pero sí deberán invertir en insumos, mercaderías o en horas de trabajo (y eventualmente nuevos trabajadores).
Y la pregunta clave es cómo se financiarían esas necesidades de mayor capital de trabajo. La respuesta pasa por desahorrar o endeudarse. O sea, para atender una eventual mayor demanda con mayor producción, los empresarios deberán desatesorar activos (principalmente los dólares acumulados previamente) o deberán endeudarse en el sistema bancario o en algún otro mercado.
«La recuperación del consumo que se derivaría de ello, es la clave a partir de la cual, según el argumento oficial, se podría revertir «la caída»»
La respuesta no es entonces automática: en el medio hay decisiones en las que interviene el futuro (la visión u opinión que tengamos de él) de manera crucial. Y, por lo tanto, resulta fundamental la percepción que se tenga sobre dicho futuro. El juicio de valor sobre si “esto puede funcionar” es el eslabón fundamental de la cadena que pretende poner en marcha el Gobierno.
Da la sensación que con lo que vimos y escuchamos hasta hoy no alcanza para concluir que “esto puede funcionar”. El discurso presidencial, el primer contacto del ministro de Economía con los medios y los primeros esbozos de medidas no alcanzan para producir el cambio de expectativas que se necesita para una recuperación de la actividad económica; las expectativas por el momento parecen seguir siendo las mismas y hasta en algunos casos hay más decepción que optimismo.
En síntesis, la confianza en que la macro mejorará y que la inestabilidad monetaria y cambiaria se reducirá es el ingrediente básico para que la actividad económica se recupere. Hace falta generar un shock positivo sobre las expectativas, que genere la percepción de que la situación a futuro puede mejorar.
Sin ese cambio, aun cuando el Gobierno logre poner dinero en el bolsillo de la gente, será difícil que la actividad económica responda frente a las perspectivas de una mejora del consumo. Si no hay disposición a incrementar la inversión en capital de trabajo (desahorrando lo ahorrado o endeudándose), no habrá aumento de la actividad económica sino sólo aumentos de precios.
De todas maneras, como dijimos más arriba, aún falta conocer en detalle el programa económico integral y consistente prometido por el ministro Guzmán. Lamentablemente, su primer mensaje echó por tierra la esperanza de que ese programa se anuncie de manera contundente, aclarando que se irá conociendo progresivamente (y por escrito).
También dio a entender que la consolidación fiscal y la desinflación serán graduales. Después del fracaso reciente del gradualismo macrista, no parece que la estrategia elegida sea la mejor para generar el shock de expectativas que la economía argentina requiere.
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