Por Luis Secco

A medida que avanza la pandemia y se extiende la cuarentena obligatoria, que ya lleva un récord de 111 días, no sólo aparecen indicadores que ponen en blanco y negro la magnitud de la caída de la actividad económica, sino también sus repercusiones más inmediatas. Los datos de la misma, ingresos privados e ingresos públicos muestran caídas históricas, y las proyecciones hacia el futuro se vuelven cada vez más negativas.

Al mismo tiempo que observamos que las proyecciones sobre la magnitud del frenazo de la actividad económica argentina de este año tienden a corregirse sistemáticamente hacia abajo (a medida que aparecen nuevos datos), las proyecciones sobre la recuperación del 2020 (si bien se corrigen hacia arriba) siguen mostrando números muy amarretes.

Esto es así porque la mejora que ocurrirá no es más que un rebote. Rebote que, por cierto, es natural que se produzca –durante este trimestre y el próximo– pero que difícilmente resulte mucho más que eso. Decimos que es natural que se produzca porque hubo sectores de la actividad que durante abril y los primeros días de mayo estuvieron prácticamente parados (la industria automotriz, la construcción, la industria textil, la siderurgia). Es probable que dicho rebote muestre guarismos más fuertes para los meses de mayo y junio que para julio (respecto del piso de abril) dado que, por el momento, el refuerzo de los controles a la movilidad de las personas y la marcha atrás del relajamiento previo de la cuarentena en el área del AMBA parecerían estar resultando efectivos. Como hemos reiterado en numerosas oportunidades desde esta columna, no resulta nada fácil ponerle números a estas perspectivas. Las últimas estimaciones del FMI hablan de un PBI que caería un 9.9% en 2020, para recuperarse sólo un 3.6% en 2021. Según nuestras últimas estimaciones preliminares, la caída sería del 13% este año y la recuperación de 2021 se acercaría al 3%. No tendríamos por delante una V corta, que es lo que se espera en una gran cantidad de países, sino más bien una decepcionante V asimétrica, o una raíz cuadrada.

Ahora bien, ¿por qué Argentina no puede aspirar a una recuperación rápida y perceptible luego de la pandemia (sea cuando fuere que ella termine)? Al igual que sucedía antes de que la misma irrumpiera en escena, para una gran mayoría de analistas económicos y para una parte importante de la opinión pública, no está del todo claro cómo abordará el Gobierno los desafíos económicos estructurales y coyunturales, ni en base a qué podrá crecer nuestro país de manera sustentable (para muchos incluso está en duda que pueda volver a hacerlo). Y más que incertidumbre, lo que reina es cierta decepción o pesimismo. Tal como lo muestran algunas encuestas, la proporción de argentinos que percibe que la situación económica dentro de un año será peor que la actual ya supera el 50%, y viene en aumento desde enero.

En este sentido, no conviene perder de vista que en Argentina conviven o se desarrollan e interactúan al mismo tiempo tres dinámicas de crisis diferentes. La primera “estructural o de larga duración”, cuyas manifestaciones más visibles son un PBI que, con algunos altibajos, a fines del primer trimestre de 2020 era el mismo que en el segundo de 2010; una inflación de dos dígitos desde 2006 (y por encima del 30% durante los últimos cinco años); y una pobreza que salvo durante dos años no puede perforar el piso del 30% desde 2011. La otra crisis, la de «corto/mediano plazo», es la de confianza, que nos afecta desde el segundo trimestre de 2018 y cuyas manifestaciones más relevantes son la restricción de divisas (las reservas netas cayeron desde unos USD 37,000 millones en abril-18 a poco más de USD 9,500 millones al cierre de junio-20); la debilidad del peso (con una devaluación de 253% entre abril-18 y junio-20); y la falta de crédito (externo e interno). Por último, tenemos la crisis derivada de la pandemia de COVID-19 y de las respuestas de política adoptadas por la Administración Fernández. Respuestas que van desde una cuarentena demasiado temprana (y, por ende, demasiado larga) y medidas de compensación o estímulo que no hacen más que agravar el origen de la crisis de confianza y la inconsistencia fiscal y monetaria (en el marco de una economía inflacionaria y sin crédito), y que en ningún caso se ocuparon de atacar la raíz de la crisis de larga duración.

Por el momento, a pesar de un creciente deterioro de las expectativas y de la valoración de la gestión presidencial, el Gobierno insiste en sus viejas recetas y su reacción se ha circunscripto a:

– Apuntalar las expectativas de una pronta recuperación de la actividad a través de varias declaraciones del mismo Presidente (como cuando sostuvo que: En no mucho tiempo más, la economía va a funcionar a pleno”).

– Transmitir la certeza de que la ayuda estatal (IFE, ATP y otras medidas de compensación o estímulo) se mantendrán todo el tiempo que haga falta (especulando incluso con su continuidad post-pandemia).

Pero más allá del progreso en la negociación de la deuda soberana, está claro que hay mucho más de un intento de manejo de expectativas que de medidas concretas que permitan una recomposición efectiva de la confianza y de las expectativas. Amén de que no puede pasarse por alto que buena parte de la desconfianza proviene de la formidable inconsistencia macro que presupone seguir prometiendo gastos, cuando el déficit fiscal ya apunta a superar los 10 puntos del PBI, mientras el balance del Banco Central es (y seguirá siendo por algún tiempo) la única fuente de financiamiento de semejante desequilibrio.

A la Argentina le va llegando la hora de asumir una realidad: el Estado no está en condiciones de cumplir todos los roles y funciones que el Gobierno (y muchos argentinos) pretenden asignarle. No sólo no tiene recursos genuinos y está al límite de su capacidad de “inventarlos”, sino que además su capacidad de gestionar está desbordada, tanto por la inmensidad de regulaciones, controles y funciones, como por la precariedad de su burocracia y de sus equipos de gobierno. Puede lucir reiterativo o poco original repetir la vieja idea que no debe ser peor el remedio que la enfermedad, pero en nuestro país hace tiempo que aplicamos las mismas recetas esperando resultados mejores sin que, al menos eso es lo que transmite el empecinamiento, nos demos por enterados de ello.

 

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