Por Luis Secco
Every year is getting shorter/Never seem to find the time/Plans that either come to naught or half a page of scribbled lines/Hanging on in quiet desperation…
Cada año se hace más corto/Nunca pareces encontrar el tiempo/Planes que se quedan en nada o en media página de líneas garabateadas/Esperando en silenciosa desesperación… Time – Pink Floyd.
El paso del tiempo no resuelve per se los problemas ni las inconsistencias económicas. Todo lo contrario: los agrava. Y, mientras el ritmo del brote de COVID-19 se acelera, y el Gobierno se empecina con sus recetas, el momento de actuar para hacer lo que hay que hacer, y evitar un descontrol macro aún mayor, amenaza peligrosamente con quedar definitivamente atrás.
Durante los primeros cien días de gestión de la Administración Fernández, la estrategia oficial era la de no presentar ningún plan. Eran los días en que la cúpula del Gobierno y el FMI sostenían que el plan que necesitaba la Argentina no era ni política ni económicamente viable. La pandemia y la cuarentena estricta y temprana impulsaron (y siguen impulsando) políticas de compensación y estímulo (fiscales, monetarias y financieras) que parecieron justificar el “vamos viendo” implícito en la idea inicial del no plan. Pero he aquí un error: un plan o programa económico sirve precisamente para que frente a un shock se puedan implementar políticas que impliquen apartarse de la hoja de ruta original, pero con la expectativa de volver a ella ni bien se supere el shock. Tanto entonces como ahora, esa hoja de ruta luce por su ausencia. Y las expectativas no encuentran un cauce para pensar el futuro. Porque el problema que enfrenta la Argentina no es el mismo que enfrentan el resto de las economías que deben lidiar con las consecuencias de la cuarentena y las políticas de estímulo aplicadas.
Nuestro país ya estaba en crisis antes del COVID-19. Los datos de crecimiento, inflación y pobreza del primer trimestre del año fueron muy elocuentes en la materia. El Gobierno intentó generar una recuperación de la confianza con algunas medidas fiscales iniciales (desindexación de jubilaciones y aumentos impositivos), al tiempo que prometía una rápida y amigable renegociación de la deuda pública. Pero el resultado le fue esquivo porque las medidas de “consolidación” fiscal lucieron desde el vamos como muy limitadas frente a la verborrágica vocación pro-gasto y pro-emisión monetaria de sus máximas autoridades. Lo que luego sería más que ratificado por las medidas (y por el accionar gubernamental) que trajo consigo la temprana y extendida cuarentena. Además, las demoras en sacar al soberano argentino del default complicaron aún más el panorama. Entonces cabe preguntarse qué es lo que verdaderamente tiene en mente el Gobierno: tal vez haya creído que un rápido acuerdo no hubiera servido para terminar con la desconfianza y revertir la crisis de expectativas, o bien que daban lo mismo sus tiempos o su amigabilidad. Pero eso no significa que no había o no hay que cerrarlo cuanto antes. Porque, de seguir en default, resultará extremadamente difícil que la crisis macro no acelere su dinámica y se profundice.
Asimismo, un arreglo exitoso del default no alcanza a ser suficiente para mitigar y mucho menos revertir ni la falta de crédito ni la escasez de divisas, como tampoco resuelve por sí ninguno de los desequilibrios macro ni las fallas estructurales que hoy enfrenta la Argentina. Y eso no es a causa de una coyuntura sanitaria crítica. En particular, la escasez de divisas sigue operando. El Banco Central (BCRA) anunció durante la semana la extensión de la vigencia de las restricciones sobre el acceso al mercado de cambios (libre y único…); y lo hizo a pesar de niveles récord de superávit comercial, que en los primeros seis meses del año alcanzó los US$8.000 millones (el más alto para igual semestre desde 2009 y el cuarto más alto desde 1990). Claro que se trata de un superávit prácticamente récord, básicamente explicado por la caída de las importaciones causada por el colapso de la actividad económica (y el racionamiento oficial de divisas). Me olvidaba… Las exportaciones lejos de aumentar también vienen cayendo.
Pero volvamos a la restricción de divisas. Si tomamos en cuenta que las reservas internacionales totales del BCRA muestran una caída mayor a los de US$1.400 millones desde el inicio del año, queda claro que los dólares que genera la balanza comercial no alcanzan para cubrir las necesidades (flujo) de la economía argentina. Y eso a pesar de que no se pagaron algunas obligaciones en moneda extranjera y del súper-recontra-cepo vigente. En cuanto al stock, las reservas del Central resultan aún más escasas dada la abundancia de pesos. Una abundancia algo contenida si sólo tomamos en cuenta la expansión de la base monetaria (en torno a los $370.000 millones en lo que va del año), pero que asusta cuando se mira el ritmo que tienen los pasivos totales del Central (base monetaria más instrumentos de absorción monetaria, es decir pases y LELIQ) que acumulan un incremento de más de $1,2 billones (más de tres veces el incremento de la base). Podría considerarse un mérito lo conseguido por la autoridad monetaria en materia de esterilización de la emisión de pesos (teniendo en cuenta que transfirió $1,3 billones al fisco y tuvo que pagar$345.000 millones en concepto de intereses sobre sus pasivos), pero lo que pasó con las LEBAC en 2018 es un ejemplo cercano de lo que puede suceder si se usa en exceso tal estrategia. Sobre todo cuando de aquí a fin de año habrá que emitir para financiar el déficit fiscal y pagar los intereses por pases y LELIQ otros $2 billones, el equivalente a 90% de la base monetaria actual.
Con semejante expansión mediante, las expectativas apuntan a un deterioro adicional de la calidad del balance del BCRA, y no a una mejora del mismo. Lo que constituye un ticket seguro a más presiones sobre el tipo de cambio y los precios, independientemente de que existen quienes sostienen que el tipo de cambio real se ubica en un nivel adecuado.
¿Y entonces? El Gobierno debería trabajar de otra manera sobre las expectativas. No sirve apelar a la épica, o a conceptos que terminan vacíos de contenido cuando no se acompañan de políticas concretas que permitan un cambio efectivo de las dinámicas actuales. La consolidación fiscal, la sustentabilidad de la deuda, la recuperación del crecimiento y la reducción de la pobreza y el hambre no se alcanzan sólo porque se los enumere como objetivos de la gestión de un gobierno. Requieren de políticas concretas y de mucha consistencia entre esas políticas. Pero por sobre todas las cosas, requieren de una férrea voluntad de liderar y hacer y de no desperdiciar más tiempo en cuestiones que no forman parte de una agenda de crecimiento, ni de la agenda que espera la mayoría de los argentinos, ni de la de los que invierten o estarían dispuestos a hacerlo en la Argentina. De la pobreza no se vuelve y los costos de esta larga crisis se siguen encargando de comprometer el futuro de varias generaciones y no sólo el de las que hoy parecen dejarse llevar por una seductora y costosa procrastinación.
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