Por Luis Secco
“Los errores de los médicos se cubren con tierra; los errores de los arquitectos, con plantas; y los errores de los políticos… con subsidios.”
Junio está llegando a su fin y con él el segundo trimestre del año… y todavía no hay ninguna noticia que parezca indicar que el aislamiento social, preventivo y obligatorio está cerca de terminar, al menos para el AMBA. Por el contrario, son cada vez más las señales de un posible retroceso de la cuarentena hacia mayores restricciones en CABA y el Conurbano.
En este contexto, el derrumbe de la actividad parece no tener piso. El INDEC informó esta semana que el Producto Bruto Interno cayó un -4.8%, en el primer trimestre del año respecto del previo y un -5.4% en la comparación interanual, cuando sólo los últimos 10 días de marzo se vieron afectados por el inicio de la cuarentena obligatoria. Por su parte, estimaciones privadas dan cuenta de una contracción anual de la actividad de casi -20% en abril (secundada por bajas de -33.5% anual en la producción industrial y de -75.6% en la construcción, según las estadísticas oficiales) y nada parece indicar que en mayo puedan verse números mejores. Así, la caída del PBI del segundo trimestre superará la que sufrimos en los últimos dos de 2001 y el primero de 2002 (cuando el Producto Bruto cayó -14.5% acumulado en tres trimestres, entre el 3T-01 y el 1T-02). Estamos hablando de una reducción superior al -10% en un trimestre (en términos desestacionalizados), que dejaría el PBI de Argentina en el mismo nivel que tenía en 2006, ¡hace 14 años atrás!!!
Es de esperar que después de este histórico frenazo de la actividad económica se produzca un rebote. Pero rebote no es sinónimo de crecimiento. Lo sucedido en el primer trimestre del año es una clara muestra de las dificultades que enfrenta la Argentina para crecer. En ausencia de un cambio de expectativas y de un programa económico integral y sin que se hubiese podido revertir la crisis de confianza desatada desde fines de 2017 y profundizada durante la contienda electoral de 2019, ya entonces no se percibía en base a qué o cómo podría recuperarse un sendero de reactivación y crecimiento económico. Ahora, post pandemia esas ausencias siguen tan vigentes como entonces. Suponiendo que hacia fines del tercer trimestre la economía exhiba números algo mejores producto del rebote mencionado, la contracción de la actividad agregada para 2020 podría ubicarse en el orden del -13%, una estimación todavía con riesgos a la baja en la medida que las restricciones sanitarias y la parálisis del consumo se sigan extendiendo y profundizando en el tiempo.
Al mismo tiempo que los datos de la actividad económica van confirmando un panorama distópico, los datos fiscales resultan igual de elocuentes y muy preocupantes. En mayo, se registró el déficit fiscal más alto de nuestra historia reciente, sólo comparable con los niveles alcanzados durante la hiperinflación de fines de los años ‘80. El divorcio entre la marcha del gasto y los ingresos del sector público nacional ha venido creciendo sistemáticamente: en mayo y contra un incremento del gasto del 96.8%, se produjo una suba sólo de 2.4% interanual en los ingresos totales. De mantenerse estas tendencias, el déficit fiscal primario de 2020 apuntaría a los 10 puntos del Producto Bruto Interno, mientras que el déficit financiero (que incluye el pago de intereses en pesos) podría llegar al 13% del PBI. Extrapolando lo sucedido en esta primera mitad del año, en cuanto al financiamiento de ese agujero fiscal, durante 2020 la emisión monetaria para financiar al Tesoro ¡podría ser equivalente a dos veces la base monetaria que existía a fines de 2019! Las consecuencias de este descalabro fiscal y monetario no se han percibido por el momento en parte porque el BCRA ha sido efectivo a la hora de absorberlo (vía LELIQ y pases), en parte por la gran cantidad de controles y congelamientos de precios y tarifas vigentes, y en parte también, por la caída de la demanda en el marco del aislamiento preventivo obligatorio.
Es muy probable que el paso del tiempo, lejos de resolver la inconsistencia fiscal y monetaria, la vaya agravando. No sólo como resultado de una economía que no conseguirá salir con fuerza de la recesión si no, primordialmente, por las decisiones políticas y de política económica que podría impulsar el Gobierno.
Hay algunas señales o tendencias que no pasan desapercibidas para una gran cantidad de argentinos que de alguna manera lo intuye. Primero, desde incluso antes de la pandemia, la Administración Fernández mostró un claro ADN populista e intervencionista. La preferencia por cubrir agujeros con gasto público y subsidios ha sido muy explícita y es la que, más temprano que tarde, se impone como norma que guía sus decisiones. Segundo, la pandemia y sus consecuencias sociales y económicas son una suerte de excusa ideal para hacer populismo explícito, con el apoyo de variados sectores de la sociedad, que no pueden ver más allá de sus urgencias de cortísimo plazo. Tercero, el Gobierno ha mostrado impericia e improvisación en muchos flancos y, por lo tanto, seguirá expuesto a cometer errores (incluso no forzados, como en el caso Vicentin). Además, no le importamos a nadie (no hay nadie que lo pueda amenazar creíblemente) y a la actual gestión no le importa demasiado casi nadie (salvo la tribuna local y su audiencia internacional), a punto tal que sigue flirteando aparentemente sin culpa con el default. Por último, y no por eso menos importante, la sociedad argentina luce adormecida, como si aún faltara más crisis para que se despierte.
Pero, ¿qué sucederá cuando, dejada atrás la pandemia, el panorama continúe dominado por la falta de crecimiento, la inflación, la pobreza y el hambre? ¿Se generará una demanda de cambio o las demandas vendrán una vez más por el lado de más gasto y más intervención estatal? Porque, si la sociedad no reacciona, el Gobierno (al menos con todo lo hecho hasta aquí) no parece inclinado a propiciar ningún cambio sino, lamentablemente, todo lo contrario.
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