Por Luis Secco

La política debería concentrarse, cuanto antes, en crear condiciones para que el sendero fiscal y la deuda pública re estructurada, por un lado, y la situación política y social, por el otro, resulten sustentables. Y no hay forma que ello resulte posible sin crecimiento económico.

La inestabilidad nominal (la inflación) es un serio obstáculo para la recuperación de la confianza, el crédito, las inversiones y el crecimiento. Entre otros motivos, porque esa inestabilidad se traduce en una gran volatilidad normativa y de las políticas económicas. Todo se sospecha de transitorio. La falta de crecimiento y la inflación generan pobreza, hambre y tensiones sociales.

Y en la urgencia, las políticas, las regulaciones y los impuestos cambian de un momento a otro. La política económica tiene que re orientarse rápidamente a la búsqueda de la estabilidad macro atacando la fuente fundamental de inestabilidad que es el déficit fiscal (que este año rondará los 10 puntos del PBI) y su financiamiento inflacionario. Sin confianza en el peso, la restricción externa o escasez de divisas (los dólares son más escasos cuantos más pesos sobran) y la inflación seguirán siendo obstáculos insalvables para el crecimiento, incluso el de corto plazo.

Al mismo tiempo, la política tiene que favorecer la rentabilidad y la competitividad del sector privado para que éste invierta y genere empleos bien remunerados (que es la única manera de reducir la pobreza de manera sustentable). La estabilidad nominal y de las reglas de juego y la competitividad privada son partes esenciales de cualquier programa que se precie de ser un programa integral capaz de revertir tantas décadas de fracaso económico.

Sin embargo, durante las últimas siete presidencias nunca se aseguraron esas condiciones básicas que promueven y favorecen el crecimiento económico. Más bien todo lo contrario. Y en lo que va de la administración de Alberto Fernández la lista de ejemplos que dan cuenta de ello se ha engrosado de manera alarmante.

Semana tras semana asistimos a iniciativas, proyectos, regulaciones, decretos y leyes que no hacen más que agrandar el Estado y dotarlo de más funciones y poderes en detrimento de la iniciativa, la libertad y la rentabilidad del sector privado.

Por si ya no teníamos suficientes muestras del escaso valor que este Gobierno y buena parte de la clase política le dan al sector privado como generador de riqueza, en las últimas dos semanas se sumaron la declaración de servicio público y el congelamiento de precios (por decreto de necesidad y urgencia presidencial) de los servicios de internet, telefonía celular y TV paga, y el nuevo “aporte solidario” a las personas humanas con activos mayores a los veinte millones de pesos.

Se trata de dos ejemplos muy claros de lo que no se debería hacer, de lo que no necesita la Argentina si quiere volver a crecer. No sólo porque afecta intereses y desincentiva la inversión y el ahorro de quienes son alcanzados por las medidas, sino también porque sus consecuencias se extienden más allá.

No es que sólo se desincentivan las inversiones del sector de las comunicaciones afectado por la declaración de servicio público y el congelamiento de sus precios, también se afecta el apetito a invertir en nuestro territorio (el poco que quedaba) de muchos otros sectores que, con bastante lógica, se preguntan si no terminará sucediendo algo parecido con ellos.

Si hay algo que escasea en la Argentina son las inversiones: según datos del INDEC, en el primer trimestre del año, la inversión habría sido de sólo un 12% del PBI. Tomando los datos de 2019, ya nos ubicábamos entre los países de menor tasa de inversión del mundo (en el puesto 108 sobre 131 países), y es probable que ese 12% pre pandemia nos hubiera colocado en un lugar aún más deprimente de ese ranking.

La otra cara de la moneda de ese paupérrimo nivel de inversiones es el ahorro, que también es escaso. Sobre todo como consecuencia de un sector público que, lejos de ahorrar, sistemáticamente desahorra, por cuanto lo normal son sus recurrentes déficits fiscales.

En términos macroeconómicos, un país no puede invertir más de lo que ahorra a menos que consiga financiamiento externo (se endeude) para hacerlo. Cuando ese financiamiento (ahorro) externo no está disponible y, además, como viene sucediendo este año, el desahorro público aumenta, el ajuste macro demanda un aumento sustancial del ahorro privado y/o una reducción de la inversión.

En buena medida, la vulnerabilidad de la economía argentina a los cambios en el contexto internacional y a la disponibilidad de ahorro externo se debe precisamente a la necesidad de contar con dicho financiamiento para “poder” crecer.

Las recurrentes afectaciones a la riqueza y al patrimonio de los ciudadanos, las estafas y las confiscaciones (inflación, devaluaciones, reprogramación de depósitos, leyes tributarias, y otras como las de alquileres) han venido minando la predisposición de los argentinos a ahorrar en cualquiera de sus formas, más allá de los factores que han comprometido su capacidad para hacerlo, y sobre todo la predisposición a mantener esos ahorros dentro del circuito económico interno.

De la misma manera que la medida que afectó los servicios de telecomunicaciones tiene consecuencias sobre el resto de la economía desincentivando el hundir capital en la Argentina, algo similar ocurre con el proyecto de aporte solidario a los “grandes” patrimonios. Porque no sólo afecta a quienes serán alcanzados por el nuevo impuesto, sino que también repercute sobre el resto de los habitantes que se preguntan cuándo serán ellos los que vuelvan (una vez más) a ser afectados por alguna medida similar.

Si ahorrar e invertir en Argentina no es negocio, si una frase poco feliz del acerbo popular argentino se vuelve sistemáticamente una realidad, seguiremos debatiendo sin demasiado éxito cómo salir de la pobreza y cómo volver a crecer.

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