Política cambiaria y monetaria

Controles de cambio, una historia de nunca acabar

Normal. Los controles fueron la norma y no la excepción. La brecha y los fantasmas de la licuación

Por Luis Secco

Los controles de cambios son la norma más que la excepción en la historia argentina. Tal vez la ausencia de controles durante la última década del siglo pasado y el arranque de este siglo haya distorsionado la visión que tiene una gran cantidad de argentinos sobre el tema, pero para quienes la (nuestra) memoria se va convirtiendo en historia, los controles y las brechas cambiarias no resultan nada nuevo. Ahora bien, no se trata de un consuelo válido ni mucho menos.

La Argentina ha intentado por todos los medios volver a tener una moneda sana, menos volátil y, por lo tanto, menos expuesta a la inflación y a las depreciaciones recurrentes, pero no lo ha conseguido. Se han probado casi todos los regímenes cambiarios y monetarios conocidos (salvo la dolarización total y el renunciamiento a tener una moneda): convertibilidad/caja de conversión, tipo de cambio fijo, tipo de cambio variable, tipo de cambio prefijado o preanunciado, tipos de cambios múltiples algunos intervenidos y otros libres, controles cambiarios, cepo, etcétera.

Sin embargo, nada parece funcionar. La estabilidad cambiaria y, en sentido más amplio, la estabilidad nominal sigue siendo una excepción.

Basta con recordar que en los últimos setenta años de historia sólo en trece, la inflación fue de un dígito (de los cuales seis fueron durante la convertibilidad y tres en el primer gobierno de los Kirchner).

Los controles cambiarios, cualquiera sea su intensidad, no deberían ser más que un parche o un recurso transitorio. Una economía no puede funcionar normalmente con ellos. Eso no significa que no duren en el tiempo, incluso con diversas cotizaciones para un precio tan importante como lo es el del dólar. Como dijimos anteriormente, la Argentina ha convivido en muchas oportunidades y durante largos períodos con restricciones cambiarias y brechas muy altas. Por ejemplo, y sólo para citar algunas experiencias, entre 1948 y 1955 tuvimos 96 meses con una brecha promedio de 84%; entre mediados de 1971 y 1976 fueron 66 meses con una brecha promedio de 137%; entre 1981 y 1990 fueron 120 meses de brecha al 47% de promedio y, la más reciente, entre 2011 y 2015, fueron 60 meses con una brecha promedio de 39% (entre la cotización minorista y la del mercado paralelo, similar al 34% de diferencia vs el dólar contado con liquidación).

Volviendo a los controles, si la razón de haberlos adoptado es la de preservar las escasas reservas, sólo pueden levantarse o aminorarse si el resto de las políticas apunta a recuperar dichas reservas, la demanda de pesos y el apetito por invertir en activos argentinos y a ingresar capitales del exterior. En tal sentido, la política cambiaria debería ser vista como el punto final y no como el punto de arranque a la hora de definir un programa económico. Y ni que hablar del nivel de tipo de cambio. Tanto una como el otro quedan determinados, en la práctica, por lo que se haga (o, en la etapa de definición del programa, con lo que se desea hacer) con el resto de las políticas.

Esto es así porque no existe régimen, ni creatividad cambiaria, que pueda sobrevivir en el tiempo si no se resuelven de raíz y de manera sustentable los problemas y los desequilibrios económicos que viene arrastrando nuestro país desde hace varias décadas. Problemas y desequilibrios que, a su vez, tampoco se resuelven sólo con alguna alquimia cambiaria.

Los problemas

La Argentina enfrenta hoy cinco problemas económicos básicos que se realimentan unos con otros. Uno de ellos es la restricción de divisas, o el hecho de que los dólares (stock y flujo) no alcanzan para todos los usos que requiere el funcionamiento real y financiero de la economía argentina. Sin embargo, hay otros problemas que son tanto o más importantes que el comentado: un gasto público enorme, ineficiente y por sobre todas las cosas infinanciable; la altísima y persistente inflación; una estructura de precios relativos muy volátil, intervenida y distorsionada; y, por último, una bajísima tasa de inversión, que se traduce en la falta de empleo productivo y bien remunerado y en una pobrísima performance de crecimiento y una pobreza y marginalidad crecientes.

Ninguno de estos problemas se resolverá en los próximos meses. Por lo tanto, es de esperar, al menos hasta que haya un nuevo gobierno, que los parches fiscales, monetarios y cambiarios se incrementen en cantidad e intensidad y sigan a la orden del día. Cabe preguntarse si el próximo gobierno intentará solucionar estos problemas o si sólo asistiremos al anuncio de más parches tendientes a comprar un poco más de tiempo, como si el tiempo pudiera por sí solo solucionarlos sin necesidad de tener que ocuparse (mediante un programa económico integral y consistente) de ellos activamente.

En este contexto aparece nuevamente el fantasma de la licuación, como mecanismo para que el próximo gobierno arranque con los deberes ya hechos. Como si imponer controles de capitales, defaultear la deuda y licuar los problemas de stocks (LELIQ) y flujos (gasto público) en pesos fuera algo sencillo o una solución a algún problema. En agosto de 2019, en esta misma columna, planteaba lo siguiente: “Por último, aparece lo que podríamos denominar el fantasma de la licuación que da pie a la recurrente pregunta de “¿a dónde va el dólar?”.

Si la macro no termina de cerrar, si la desconfianza no se disipa y los mercados de deuda no recuperan el apetito por más deuda argentina, el ajuste al escenario de una disponibilidad de financiamiento externo aún más reducida se logra mediante alguna combinación de un frenazo más fuerte del nivel de actividad y de un nivel más depreciado del tipo de cambio. El mercado viene sospechando, desde hace tiempo, que las autoridades económicas y políticas no descartan a la licuación (vía depreciación del peso e inflación) como mecanismo “facilitador” del ajuste de los desequilibrios macroeconómicos (el fiscal, el externo y el monetario).

Pero de por sí no es nada fácil, por no decir que es prácticamente imposible, recorrer un camino de licuación controlada de los desequilibrios. Al menos nunca fue posible hacerlo en la Argentina. Y luce mucho menos factible hacerlo de mantenerse la falta de confianza y un pobre manejo de las expectativas en un contexto político enrarecido. […] Las autoridades políticas y económicas deberían abstenerse de dar señales equívocas o ambiguas sobre cuáles son sus objetivos y prioridades en materia macroeconómica. Si no […] el dólar seguirá siendo el termómetro más visible de la desconfianza y la pregunta no será hacia dónde va sino dónde se detiene”.

Lamentablemente, las preguntas vuelven a ser las mismas. Seguimos en el mismo círculo vicioso del que la economía argentina tampoco ha podido salir durante la administración actual, y que determina que el próximo gobierno arranque con los mismos desafíos y los mismos problemas con los que ha comenzado el de Mauricio Macri hace cuatro años atrás.

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