Por Luis Secco
Hace algunos días en el Financial Times, el ensayista británico Simon Kuper sostenía que prácticamente todas las políticas populistas se desintegran con el contacto con la realidad. Pero que, tal vez, a la mayoría de los que votan populismo eso no les importa. Asimismo, Kuper observaba que varios líderes populistas, entre ellos Boris Johnson y Donald Trump, han abandonado muchas de sus promesas. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse qué podemos esperar en la Argentina. ¿Seguirá el presidente Fernández el mismo camino que esos líderes, abandonará sus promesas populistas y dejará de lado sus políticas o seguirá insistiendo con ellas?
Lamentablemente, la historia de fracasos y crisis recurrentes no parece ser suficiente como para evitar que un gobierno tras otro intente probar que el populismo y sus políticas pueden funcionar en la Argentina. Y la actual Administración viene esmerándose semana a semana para convertirse en el mejor ejemplo de esa insistencia y empecinamiento prescriptivo. En el ADN populista hay dos genes, digamos, defectuosos.
El primero tiene que ver con el rol trascendental y omnipresente que se le otorga al Estado. El segundo tiene que ver con una declamada prioridad en la equidad o igualdad distributiva por sobre cualquier otro objetivo de política económica. La resultante de estos dos componentes trascendentales del genoma populista es que las medidas que se tomen tienen que lucir favorables a una mayor equidad y deben tener al Estado como protagonista.
Ya sea en sustitución del sector privado, o regulando e imponiendo controles y restricciones al accionar de éste. No importa cuánto afecten el esquema de incentivos, la rentabilidad y competitividad privada o cuánto dañen la inversión, la creación de empleo y el crecimiento. Las medidas deben permitir mantener el relato populista vivo, aún en contextos donde de manera manifiesta se evidencian sus problemas y sus límites y, en definitiva, su nuevo fracaso.
Estas preferencias reveladas del populismo en el diseño y formulación de la política económica están presentes en todas las medidas que tomó la Administración Fernández desde que arrancó su gestión hace 300 días.
Tal vez la única en sentido contrario fue la desindexación de los haberes jubilatorios, la cual, inicialmente, despertó alguna expectativa de que el Gobierno pudiera transitar un camino algo más racional en materia de equilibrios macroeconómicos.
Una expectativa que cuesta cada vez más sostener o recrear y cuya construcción las autoridades parecen haber abandonado. Al menos eso es lo que surge de los últimos anuncios y declaraciones recientes del ministro de Economía y otras apariciones o declaraciones de las máximas autoridades del país, las que en ningún caso logran modelar dichas expectativas, ni logran generar un clima favorable para cuando se termine la crisis sanitaria.
Por el momento, todos sus esfuerzos se concentran en difundir nuevas o renovar previas medidas de emergencia o de compensación y ayuda; sin ocuparse de la raíz de los problemas, sino sólo de sus consecuencias más urgentes y evidentes. Y, además, como la mayoría de esas medidas (por no decir todas) se anuncian y/o se perciben transitorias, tampoco tienen efectos sobre los incentivos que guían las decisiones corrientes de inversión, ahorro y consumo del sector privado.
Como el paso del tiempo no resuelve ninguno de los problemas que explican el largo fracaso macroeconómico de la Argentina, ni resuelve los desequilibrios e inconsistencias que hacen a la desconfianza de más corto plazo, si el Gobierno insiste con más de lo mismo será muy difícil evitar una aceleración de la dinámica de crisis hacia su fase terminal o de resolución. Claro que cabe preguntarse si la gestión del actual mandatario no está a tiempo aún de virar y evitar entrar de lleno en esa fase.
Como también cabe preguntarse si ya no entramos en ella. Y he aquí la principal característica de esta coyuntura crítica: no sabemos a ciencia cierta si la cuenta regresiva hacia esa fase final ha comenzado o está por comenzar y, de ser ese el caso, si el Gobierno podría interrumpirla a tiempo.
El peligro de esta situación es que cualquier suceso (político, económico o social) podría resultar el elemento catalizador que acelere el proceso en marcha. Y para evaluar tales circunstancias, la brecha, las ventas de dólares del Banco Central y su stock de reservas disponibles, y los depósitos en pesos y en moneda estadounidense, están entre los indicadores más relevantes a monitorear de aquí en más. Porque es posible que el juicio de alguno de nosotros sobre si asistimos al principio del fin del proceso o si todavía falta, puede diferir del juicio del resto del mercado (o sea, del de la mayoría de los argentinos que a diario toman todo tipo de decisiones).
Por ejemplo, los depósitos en dólares del sector privado, desde que el BCRA modificó las regulaciones vigentes en materia de atesoramiento, cayeron USD1,270 Millones (un -7.3%) en sólo doce días hábiles. Se trata de una dinámica que llevaría a hablar de corrida casi en cualquier parte del mundo, pero que a la luz de la historia argentina puede verse como un aspecto más de una crisis de confianza que lleva ya un par de años.
Otro tanto sucede con la marcha de las reservas internacionales del Central que no paran de caer, ubicando las reservas netas (incluyendo las tenencias de oro) en el exiguo nivel de USD6,500 Millones. Las que al tipo de cambio oficial sólo alcanzan para cubrir un 10% de los pasivos monetarios del BCRA (y un 20% de la Base Monetaria).
En consecuencia, como decíamos más arriba, no es ni será fácil determinar sin lugar a dudas si ya estamos transitando la fase final de aceleración de la crisis. No es posible establecer umbrales para esas variables que indiquen inequívocamente el principio del fin. Pero lo que sí sabemos es que, de no mediar un cambio de rumbo, dicha fase seguirá aproximándose, inexorablemente.
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