Por Luis Secco

 

 

Programa. Llega el FMI esta semana. El Gobierno dice que “no tiene apuro”. FOTO: SHUTTERSTOCK

 

Hace dos semanas el ministro de Economía, Martín Guzmán, intentó convencernos de que el objetivo de la política económica no es “aguantar”.  Sin embargo, la única explicación posible de la mayoría de las acciones de política económica del Ejecutivo y del BCRA parecería ser precisamente la contraria. Porque si no es así, es muy difícil responder la pregunta de qué es lo que pretenden con las medidas que están tomando. Porque en todos los casos, las medidas apenas tocan la superficie de los problemas, actúan sobre sus consecuencias, pero no atacan sus raíces.
A pesar de que el ministro insinúa que hay uno en marcha, la Argentina necesita un programa económico. Pero atención, no da lo mismo cualquier programa. Y los esperados anuncios de política económica del jueves pasado dejaron nuevamente sabor a poco, a parche y no a programa. Pero más allá de la falta de un enfoque integral, no hubo ningún anuncio que apunte a reducir la inconsistencia fiscal y monetaria. Tampoco que ayude a apuntalar la demanda de pesos. Tampoco hubo alguna que permita restaurar la rentabilidad y la competitividad del sector privado. Y, por lo tanto, seguimos huérfanos en materia de incentivos a la inversión y la generación de empleo privado. No hay razones para creer que las medidas anunciadas permitan recuperar la estabilidad nominal, terminar con la restricción de divisas y volver a crecer, generando empleo y reduciendo la pobreza y el hambre de manera sostenida. Todas las medidas se inscriben en el cortoplacismo y voluntarismo usual, y no lucen suficientes para generar un shock positivo sobre las expectativas.
Hace tiempo que esta es una asignatura pendiente de nuestras autoridades políticas y económicas. Unas tras otras, han sido incapaces de reducir la incertidumbre y alargar el horizonte al menos a seis meses/un año. En tal sentido, podemos hablar de otra oportunidad perdida. Y no es la primera que desperdicia este Gobierno. Porque recordemos, que tuvo la posibilidad de generar un shock positivo sobre las expectativas en el arranque de su gestión y no lo hizo. Así, el objetivo de “aguantar” parece ser la opción adoptada voluntariamente y cabe preguntarse entonces ¿por qué lo hace? O mejor planteado, por qué el objetivo de la administración de Alberto Fernández podría ser el de comprar tiempo; ¿tiempo para que pase qué cosa, o para hacer qué?
Una posibilidad es que el Gobierno busque aguantar hasta el segundo trimestre del año que viene que es cuando ingresan los dólares de la cosecha gruesa y espera contar con un Acuerdo ya firmado con el FMI. Un arreglo que el Gobierno tal vez espere que podría aportarle algún alivio en materia de dólares frescos (al menos los que están pendientes de desembolso del acuerdo que logró Macri) si es que Joe Biden llega a la presidencia de los Estados Unidos. De allí que, más allá de la visita de funcionarios prevista para la semana que viene, nuestros gobernantes han sido bastante contundentes de que no hay apuro de llegar a un acuerdo con el organismo.
Pero “aguantar” y comprar tiempo podría acelerar el desenlace de la crisis en cámara lenta que atraviesa la Argentina desde hace más de una década. Y no estamos pensando por cierto en un desenlace de cuento de hadas. Nuestra historia es rica en ejemplos de crisis económicas (inflacionarias, cambiarias, bancarias) que terminaron en crisis sociales y políticas que arrastraron a los gobiernos de turno. Además, la vieja hipótesis de que las crisis viabilizan cambios (que de otra manera son imposibles de realizar) ya no luce del todo cierta para nuestro país. Al menos esa parece ser la enseñanza de las últimas coyunturas críticas, que no viabilizaron cambios importantes en el diseño de las políticas que caracterizan la Argentina de este siglo. Una posibilidad, temeraria, por cierto, es que el Gobierno persiga el objetivo (implícito) de acelerar la inflación (y la depreciación del peso) sólo hasta el punto de poder “licuar” el déficit fiscal de manera ordenada (sin espiralización o desboque inflacionario). O sea que el Gobierno crea que es capaz de administrar la crisis, evitando una corrección traumática de los desequilibrios e inconsistencias macro. Pero como hemos sostenido varias veces, la licuación ordenada es un concepto que solo existe en el papel (y en la mente de algunos economistas voluntaristas), que nunca se logró en nuestro país, y menos teniendo en cuenta que la corrección involucra un nivel récord de déficit fiscal y una ya altísima tasa de inflación.
En los últimos días circularon numerosas versiones de cambios y/o enroques en el Gabinete (sobre todo el económico) y en el BCRA, que huelen más a cosmética que a otra cosa. Nuestra historia más reciente está llena de ejemplos de esos cambios cosméticos, de variaciones de nombres para que nada cambie, cuyo único objetivo ha sido también comprar (o aguantar) algo más de tiempo. Para terminar luego, una vez que el efecto inicial de los cambios se diluye, en una situación, la más de las veces, peor a la existente antes de las modificaciones y de las medidas diseñadas para aguantar.
En síntesis, Argentina sigue al garete en materia macroeconómica, sin un programa integral y con políticas que huelen a naftalina y que no dejan de ser retoques cosméticos cada vez menos efectivos para comprar tiempo. Un tiempo que, ante cada oportunidad desaprovechada, se vuelve cada vez más escaso para atacar de raíz los problemas, dejarse de parches y evitar un desenlace desagradable. Es probable que aún no hayamos pasado el punto de no retorno, pero de aquí en más cualquier evento (externo o interno, social o político o climático) o cualquier error de política económica puede convertirse en el gatillo que acelere la marcha y haga que tal desenlace se produzca rápida e inevitablemente.

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