Por Luis Secco

Economista. Director de Perspectiv@s Económicas

En el código genético de los argentinos, las crisis son uno de sus elementos distintivos. Desde que la Argentina es Argentina hemos tenido una cada unos siete años (23 desde 1860 hasta acá). Producto de esas crisis, el PBI muestra una caída (un número negativo) en uno de cada cuatro años. Hoy no hay ninguna generación de argentinos que tome decisiones económicas que no haya vivido alguna. Pero a diferencia de otras, la CoronaCrisis tiene una particularidad: nuestro país ya estaba en crisis, una que podríamos denominar de larga duración, cuando la pandemia de COVID19 sorprendió al mundo.

Sólo para poner en perspectiva, Argentina tenía en el primer trimestre del año el mismo PBI que en 2010. La pobreza y el hambre mostraban un ascenso preocupante y estaban al tope de las urgencias políticas y de la opinión pública. La inflación creciente, la escasez de reservas y la falta de acceso al crédito eran la punta del iceberg de desequilibrios macro que (al menos en la visión del Gobierno y del FMI) requerían la implementación de medidas correctivas que no eran ni política ni económicamente viables.

Hay muchas cuestiones que sabemos que no sabemos; la más determinante: la duración de la crisis sanitaria. Esto genera incertidumbre sobre cuánto más profunda y duradera podrá ser la caída de la actividad económica, cuánto más grande el déficit fiscal y las necesidades de financiarlo con emisión monetaria, cuánto más alta la inflación resultante y a qué niveles llegarán la pobreza y el hambre. Ahora, más allá de esas incertidumbres cuantitativas, tenemos algunas certezas. La pandemia y las políticas impulsadas como consecuencia de ella no sólo no resolverán los problemas macro previos sino que los agravarán. Por lo tanto, si antes de la irrupción del Covid-19 el Gobierno sostenía que no se podían implementar las medidas necesarias para corregirlos, corresponde dudar que puedan o quieran implementarlas después de ella.

La escasez de reservas y la falta de crédito, aún con un acuerdo con los acreedores privados, seguirán a la orden del día. Las últimas medidas tomadas por el BCRA y otros organismos estatales tendientes a regular y restringir todavía más la compra de dólares (a punto tal de afectar su disponibilidad para importar) son una muestra muy clara de que no ha habido ningún cambio significativo respecto de lo que ya venía sucediendo (con mayor o menor vehemencia) desde 2018. Y en cualquier ámbito donde se habla de economía, surge de nuevo la misma pregunta de tantos otros episodios similares (de cepo y controles cambiarios y virtual congelamiento de la paridad cambiaria oficial): ¿cuánto tiempo más aguanta el tipo de cambio oficial sin una devaluación? Y, más en general, ¿cuánto tiempo más aguanta el actual régimen cambiario y monetario? Sabemos que no hay régimen que permita una relativa estabilidad del tipo de cambio en presencia de inconsistencias fiscales y monetarias. Así lo refleja el comportamiento de la cotización del dólar en los mercados libres de cambio que anticiparon dichas inconsistencias, básicamente porque eran de los pocos mercados libres del intervencionismo estatal. Otra dinámica que marca la desconfianza en el régimen cambiario y monetario es el comportamiento de los depósitos en dólares del sector privado. Si bien, una parte de la caída podría adjudicarse a la necesidad de recurrir a fondos precautorios ante la falta de actividad y de ingresos, no hay que perder de vista que vienen cayendo desde principios de año y acumulan una reducción del 13% en lo que va de 2020 (unos USD 2,600 millones), con mayo explicando un poco más de un tercio de esa caída. Una reducción que en cualquier país del mundo sembraría luces rojas de alarma o de corrida, pero que en Argentina no parece conmover a casi nadie.

Otro tanto sucede con la escasez de crédito. Lo que debería lucir una excepcionalidad también se ha ido convirtiendo en la norma. Me refiero no sólo al acceso al financiamiento en los mercados globales de crédito, sino también al apetito por invertir o hundir capital de riesgo en la Argentina. Hace varios años que la inversión no sale (medida a precios corrientes) de un piso promedio histórico del 15% (en 2019, incluso fue menor, 13.1%). Si la inversión sigue sin aparecer, ¿en base a qué crecerá nuestro país? ¿Otra vez dependeremos del consumo? ¿Otra vez la apuesta será “vivir con lo nuestro” o se intentarán reparar las consecuencias de este nuevo default con políticas amigables para el capital de riesgo? Desde 1827 a la fecha hemos pasado 73 años, o sea algo más de un tercio de nuestra historia, en default. Si tomamos de la Segunda Guerra Mundial a la fecha, el 50% del tiempo la Argentina ha estado en default. Al igual que lo que sucede con nuestra historia inflacionaria (de los últimos 70 años sólo en 13 tuvimos inflación de un dígito), no hace falta buscar muchos indicadores más para poner en blanco y negro de qué estamos hablando cuando decimos que lo que debería ser una excepción (lo es cada vez más a escala global y regional) se ha convertido en la norma.

La idea de una nueva normalidad postpandémica no parece tener un lugar entonces por estos lares, no al menos en materia económica. Los desafíos y los interrogantes son y serán los mismos que nos venimos planteando desde hace muchos años. Y es aquí donde interviene la escasez más relevante y angustiante de todas: la falta de nuevas ideas. Antes de la pandemia el Gobierno había optado por repetir viejas recetas con el supuesto objetivo de impulsar la actividad económica, combatir la inflación y reducir la pobreza. Pero todas sus políticas olían y huelen a viejo. Dos conjuntos de dos palabras sintetizan el empecinamiento prescriptivo: “más Estado” y “vamos viendo”. O sea, más de lo mismo. La buena noticia es que hay una alternativa, prácticamente inexplorada desde hace veinte años: pensar fuera de la caja e intentar algo distinto (al menos para esta Argentina). Es cierto que puede lucir ingenuo sugerir que lo distinto sería hacer exactamente lo contrario de lo que ha venido haciendo esta Administración. Además, de la misma manera que frente al hambre cualquier planteo de eficiencia o racionalidad económica era tildado antes de la pandemia como extemporáneo e inmoral, hoy frente a la muerte planteos similares generan condenas aún más extremas. Pero con más Estado y sin una hoja de ruta o programa económico integral no hay forma de generar un verdadero shock de confianza; un cambio de régimen económico que modifique de cabo a rabo las expectativas. La gastomanía, el apetito confiscatorio del Estado y la volatilidad tributaria y regulatoria, no se llevan bien con la confianza, la demanda de pesos y la inversión de riesgo. Y si éstas tres no se recuperan, iremos hacia una nueva normalidad que no será precisamente nueva.

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