Luis Secco

 

Después de tres semanas de Alberto Fernández presidente, esto es lo que sabemos hasta hoy de su plan económico, instrumentado básicamente a través de la Ley de Emergencia y Reactivación Productiva.

No hay ningún componente revolucionario ni nada que pueda verse como un cambio de régimen económico capaz de modificar rápida y favorablemente las expectativas.

La mayoría de las medidas tienen olor a viejo: doble indemnización por despido, impuesto sobre los consumos en divisas en el exterior, aumentos de impuestos de fácil recaudación, congelamiento de tarifas. Asimismo, se da marcha atrás con algunas de las pocas buenas iniciativas de la gestión anterior (baja de contribuciones patronales, reducción de retenciones).

Y la delegación de facultades solicitada por el Poder Ejecutivo es tan amplia que le otorga un gran poder discrecional para intervenir mercados de manera directa (fijando precios y los mecanismos que regulan la oferta y producción de algunos bienes) o de manera indirecta (a través de cambios discrecionales en los impuestos).

El ministro Guzmán sostuvo que “no podemos permitir que el déficit crezca porque no tenemos cómo financiarlo; si recurriésemos a emisión monetaria para financiarlo, sería desestabilizante”, lo cual, por cierto, suena tranquilizador. Pero, lamentablemente, el camino para la “sostenibilidad fiscal” pretendida por el ministro es la vieja receta de aumentar los impuestos, mientras no hay casi ninguna mención ni al tamaño ni a la calidad del gasto público. Sólo lo relativo al cambio de fórmula de actualización de las jubilaciones juega a favor de una contención del mismo; el problema es que hay algunas iniciativas que lejos de contenerlo, lo aumentan: el congelamiento tarifario hará que aumente el gasto en subsidios económicos, mientras el programa alimentario también juega en igual sentido.

Haciendo números, la Ley de Emergencia permitiría frenar la inercia que traía el déficit fiscal, pero no más que eso.  En lugar de un déficit de alrededor de un punto del PBI más alto que el de 2019, el déficit del año que viene sería el mismo de este año (alrededor de 0.7% del PBI), siempre y cuando no haya nuevas expansiones del gasto y se produzca un verdadero ahorro en materia de gasto previsional.

La ley faculta al Poder Ejecutivo a llevar adelante las gestiones para recuperar y asegurar la sostenibilidad de la deuda pública, “la que deberá ser compatible con la recuperación de la economía productiva y con la mejora de los indicadores sociales básicos.”Si bien se revela que hay voluntad de pago de los compromisos asumidos (lo que está bien), se descansa nuevamente en los dos candidatos usuales a financiar al Tesoro Nacional en situaciones de estrés financiero: el BCRA y la ANSES. Cuyos balances, por cierto, no están en las mejores condiciones para seguir atendiendo las necesidades de un fisco incorregiblemente gasto maníaco.

En tal sentido, y más allá de los deseos del ministro Guzmán de no incurrir en una emisión desestabilizante, ya sea de la mano de un mayor déficit fiscal o de los inexorables pagos de deuda, no se puede perder de vista que la reciente expansión monetaria ha sido formidable: nada menos que un 41% desde el primer día de octubre hasta el último dato disponible.

Y si bien el cepo y la estacionalidad de diciembre pueden hacer que la de demanda de pesos deje de caer por algún tiempo, está claro que, si no se revierte ese ritmo de expansión, la política monetaria convalidará tasas de inflación que seguirán siendo muy elevadas. Y este es un aspecto central de lo que tenemos por delante.

Porque la inflación, o mejor dicho la desinflación no parece ser una prioridad de las nuevas autoridades (recordemos que el presidente Fernández no mencionó la palabra inflación ni una sola vez en su discurso de asunción). Lamentablemente, no se puede plantear seriamente alcanzar ningún otro objetivo de política económica sin avanzar decididamente en reducir la inflación.

Y mucho menos se puede pensar en reducir la pobreza o terminar con el hambre en la Argentina mientras la inflación no se reduzca drásticamente. Como tampoco se puede pensar seriamente en que se vuelva a crecer de manera sostenida si no se termina con ella. Pero la inflación no es el único obstáculo al crecimiento. Por ejemplo, cabe preguntarse si la economía nacional (cualquier economía) puede funcionar con un régimen en el cual una mercadería, el dólar (que no es precisamente cualquier mercadería para los argentinos), tiene nueve valores diferentes según para qué o quién lo recibe o demanda.

En síntesis, no hay por el momento ningún componente verdaderamente nuevo; algo distinto que no haya sido intentado con anterioridad. Por ejemplo, no hay medidas que apunten ni al tamaño (excesivo) ni a la calidad (muy pobre) del gasto público. Además, lejos de reducirla, la presión tributaria (altísima) aumenta aun más y la estructura impositiva (enmarañada y costosa) se mantiene tal cual.

La lucha contra la inflación no parece ser una prioridad y no hay medidas para hacer la Argentina más productiva o más rentable y por lo tanto más competitiva y con mayores posibilidades de volver a crecer.  Se podría argumentar que es demasiado temprano para sacar conclusiones. Que veinte días de gobierno no es nada.  Es cierto, todavía hay tiempo para armar algo más serio y contundente que lo conocido hasta hoy.

Pero, nuestro país (con sus urgencias) no está en condiciones de desaprovechar las pocas oportunidades que se presentan para cambiar las expectativas, generar confianza y poner la economía argentina en un sendero de estabilidad nominal y crecimiento.

 

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