Si baja la demanda, habrá más presión sobre el dólar y puede acelerarse la suba de precios.
“En Economía, las cosas tardan más en pasar de lo que pensabas, y después ocurren más deprisa de lo que creías”. (Rudi Dornbusch)
Los desequilibrios e inconsistencias macroeconómicas de la Argentina no se resuelven con el paso del tiempo. Y cuánto más se tarda en abordarlas, más tiempo tienen para urdir su venganza.
Resulta y resultará tentador para el Gobierno achacar cualquier aceleración crítica de la inflación, de la pérdida de valor del peso, de la pobreza o de cualquier otro indicador de la crisis de larga duración que atraviesa la Argentina, al shock producido por la pandemia de COVID19.
Pero tanto el mercado como la mayoría de los argentinos sabemos que el país estaba mal y, sin temor a equivocarme, venía cada vez peor desde bastante antes que el virus llegase a estas tierras. En todo caso, la muy temprana y (costosamente) larga cuarentena agravó tales desequilibrios e inconsistencias. Tanto por sí misma y sus efectos sobre la actividad económica, como por las medidas de estímulo y compensación que el Gobierno decidió tomar para intentar paliar sus consecuencias devastadoras. Pero no es la responsable o la causa de ellas.
Los datos de actividad económica, inflación y empleo del primer trimestre de este año ya habían mostrado claramente que el gobierno de Alberto Fernández, no había sido capaz de revertir la crisis de confianza y que no se había producido ningún cambio de expectativas. Probablemente porque tanto los objetivos como los instrumentos de política económica repetían viejos clichés y olían a viejo.
Además, la ausencia de un programa económico integral y explícito dejaba al descubierto dogmas muy arraigados en la coalición gobernante (y en buena parte de la clase dirigente y de la sociedad argentina): cuánto más discrecionalidad y más Estado mejor. Pero tanto uno como el otro tienen sus límites.
La discrecionalidad, el “vamos viendo”, se traduce en cambios recurrentes (y no triviales) del marco normativo y de las reglas del juego macro y micro. Los cuales tienen consecuencias muy nocivas sobre la previsibilidad, dificultan al extremo el cálculo económico y desincentivan las inversiones. Incluso las de más corto plazo.
Preguntémonos, por ejemplo, quién estaría dispuesto a desatesorar dólares para financiar un incremento de su capital de giro (para volver a producir/vender o para incrementar lo que ya está haciendo) cuando no sabe a qué precio podrá volver a comprarlos, ni si podrá volver a comprarlos. O, quién estará dispuesto a hundir capital de riesgo de largo plazo, en cualquier sector o actividad económica, en un país en el que de un día para otro el Gobierno decide romper las reglas y cambiar todo el marco normativo incluso de actividades esenciales para el crecimiento y el desarrollo, como son los servicios de Internet y la telefonía celular.
Los límites a “más Estado”, por su parte, no sólo provienen de un sector privado cada vez menos rentable que se siente agobiado por impuestos, cepo, congelamientos y regulaciones varias y cambiantes, sino también de que en materia macroeconómica hay ciertas restricciones que no pueden violentarse indefinidamente. Y hoy, la inconsistencia más fuerte no es sino la que con mayor o menor intensidad o que con mayor o menor grado de responsabilidad colaboró con todas las crisis macro de la historia argentina: el déficit fiscal y la forma de financiarlo.
Estamos en camino de un déficit primario récord del orden de los diez puntos del PBI: unos $2.700.000.000.000 que serán financiados en su totalidad, a través del balance del BCRA. Esa dominancia fiscal sobre la política monetaria no es nueva y ha sido la gran responsable de hacer de nuestro país el mayor laboratorio de inflación a escala global de la historia moderna.
El financiamiento monetario del déficit fiscal es el foco o agente infeccioso, que no ha hecho más que destruir el tejido social y económico de la Argentina. Y, a pesar de eso, todavía hay entre nosotros quienes refutan la irremediable asociación entre emisión sin respaldo e inflación.
Resulta increíble que se cuestione que dicha asociación siga tan vigente como siempre, sólo porque la inflación se ubicó en los últimos cuatro meses (el período de mayor caída del PBI de nuestra historia) por debajo o más cerca del 2% que del 3% mensual. Tomando los datos de 2019, la inflación promedio del mundo (149 países) fue del 3,8% anual; sólo 10 países ostentan una tasa de inflación anual de dos dígitos y hay 99 países que tienen una inflación anual menor al 3%, que es la inflación que tuvo Argentina por mes en los últimos 12 meses.
La pregunta correcta no parecería ser entonces, cuándo se va a desbocar la inflación… porque de hecho ya se desbocó, y no ahora sino varios años atrás. Lo que tenemos que preguntarnos es, cuánto más puede llegar a subir si no se corrige rápido el déficit fiscal y la dominancia fiscal de la política monetaria sigue haciendo de las suyas.
Pensando hacia adelante, no podemos perder de vista, además, que enfrentamos una situación extrema en materia de disponibilidad de divisas, tanto en flujo como en stock. Y, como sabemos, las divisas resultan más escasas cuanto más abundantes son los pesos, y viceversa.
En efecto, las reservas netas apenas superan los US$ 7.000 millones y, valuadas al tipo de cambio oficial, cubren menos de un cuarto de la base monetaria y apenas un poco más del 10% de los pasivos financieros (base monetaria + LELIQ + pases) del Banco Central. Asimismo, aún con un superávit comercial récord, la autoridad monetaria no ha logrado que el mismo se refleje en una mejora de las reservas netas que, lejos de crecer, han caído nada menos que US$ 4.700 millones en lo que va del año.
Con este panorama de escasez de reservas, de un lado, y de necesidades de emisión de origen fiscal muy altas, del otro, resulta de vital importancia que la demanda de pesos no se vea afectada(más aún de lo que ya lo está). Porque a menor demanda de pesos, mayor será el potencial excedente de pesos con el cual deberá lidiar el BCRA para evitar una aceleración inflacionaria y devaluatoria.
Vale la pena recordar que lo sucedido en 2018 o 2019 en materia monetaria (inflacionaria y cambiaria) no se puede explicar por el comportamiento de la oferta de base monetaria por cuestiones fiscales (por cuanto fue sistemáticamente nula) sino por la caída de la demanda de pesos. Y ésta es muy sensible (volátil) y se ve afectada por la magnitud de las inconsistencias fiscales y monetarias(presentes y futuras), por las expectativas sobre la marcha de la economía real, y por otras cuestiones no necesariamente económicas como la situación social y política.
En este sentido, algunos acontecimientos recientes han agregado una dimensión adicional al ruido argentino de todos los días: a la incertidumbre económica, sanitaria y regulatoria, se suma ahora la de raíz política.
Es probable que esta última afecte adicionalmente la demanda de pesos y que ello no sea sólo un fenómeno transitorio. Sobre todo si asumimos que la economía real no se recuperará ni rápida ni ostensiblemente y que lo más probable es que las secuelas económicas y sociales de la cuarentena queden expuestas con toda su severidad justo cuando tome velocidad la carrera hacia las elecciones de medio término del año que viene.
La cadena del ancla que impide pasar de un escenario de alta (altísima) inflación como la actual, a otro de descontrol inflacionario y devaluatorio es de por sí muy delgada. Y recordemos que nunca una cadena es más fuerte que su eslabón más débil.
Luis Secco es director y editor de Perspectiv@s Económicas
Link: https://www.clarin.com/economia/inflacion-demanda-pesos-ultima-palabra_0_ycLMT8oXL.html