Mi romance con Maradona arrancó en el invierno de 1979. Recuerdo los madrugones, la TV en blanco y negro y las radios en el patio del colegio comercial de La Plata siguiendo los partidos del seleccionado juvenil en el Mundial de Japón de aquel año. Imposible no enamorarse del 10 y capitán, de aquel equipo y de sus historias de vida. Y no sólo las de Diego. Ahí estaban un montón de pibes (Simón, Barbas, Calderón, Escudero, Ramón Díaz, entre otros), apenas unos años más grandes que yo, brindando todo su esfuerzo, cumpliendo sus sueños.

A muchos de los que rondamos los 60, esa selección nos hizo creer, o, mejor dicho, confirmar lo que pensábamos del talento, el esfuerzo, el mérito, y, en definitiva, del progreso personal. Claro que por más contagiosa que haya sido la magia de esa selección, nunca fue lo suficientemente poderosa como para lograr transmitirme lo mínimo indispensable para que pudiera patear decorosamente una pelota. Pero, más allá de mi torpeza, me encanta ver fútbol y siento una gran deuda también en ese aspecto con Maradona y esa selección.

La TV refrescó el primer reportaje hablando de su sueño de representar al país y sus orígenes humildes. A partir de allí Maradona pasó a ser el personaje público número uno de la Argentina, y casi sin importar la camiseta que luciera, sus éxitos y sus fracasos (y sus enfermedades) fueron festejados o sufridos por casi todos los argentinos. La vida del diez (tanto como su muerte) está llena de claroscuros, tal vez como la de cualquiera del resto de los mortales, acompañados de una permanente sensación de un final triste y anunciado. Ese y otros rasgos de la vida de Diego (los extremos) la transforman en una suerte de espejo donde también podemos mirar el derrotero de nuestra historia económica reciente.

Desde 1979 para acá la Argentina atravesó, además de la actual, seis crisis económicas, producto de las cuales el Producto Bruto Interno experimentó una caída en 18 de esos 41 años. O sea, una crisis cada seis años y un año de cada tres con la economía en terreno negativo. La tasa de crecimiento promedio anual del PBI fue de sólo 1.5%, equivalente a 1/3 de la tasa de crecimiento del mundo emergente y a 1/5 de la de crecimiento del Sudeste de Asia en el mismo período.

La volatilidad de ese crecimiento ha sido impresionante: el desvío estándar es de nada menos que 5.7%. Por su parte, la inflación anual salvo en nueve años fue siempre de dos dígitos (y tuvimos años con inflación de tres y hasta cuatro dígitos anuales). Cambiamos tres veces de signo monetario y le sacamos once ceros a nuestra moneda (de los trece que le quitamos desde 1970). La inflación promedio del período fue del 74% anual, y la acumulada es una cifra con 12 dígitos. Tuvimos 31 ministros de economía y 28 presidentes del BCRA en tan sólo 41 años (mientras que hubo sólo 12 secretarios del Tesoro y 5 presidentes de la Reserva Federal en el mismo período). Como decía el genial Tato Bores, “…lo que parece un chiste, si no fuera una joda grande como una casa”.

Cualquier comparación que hagamos de la performance económica de la Argentina, incluso con nuestros vecinos regionales, refleja niveles de volatilidad nominal y real excepcionales. Vista en perspectiva, surge incuestionable la incapacidad para actuar a tiempo y revertir una historia de crisis y frustraciones que se presentan una y otra vez como destino inevitable. Hemos fracasado en la tarea de ser un país desarrollado y, peor aún, en la de ser un país normal. No sólo eso, también somos el único que no pudo, ni siquiera, conservar lo que alguna vez fue.

Pero, ¿cómo salimos del fracaso? Perdemos mucho tiempo discutiendo el pasado e intentando que ese pasado común nos dé respuestas a preguntas difíciles que muchas veces no queremos ni formular. Si bien la tarea debería ser siempre mirar para adelante, no podemos construir un diagnóstico sin recurrir al pasado; y sin él es casi imposible formular un plan o una hoja de ruta con políticas concretas para evitar seguir fracasando.

Para que la estabilidad macro y el crecimiento dejen de ser elusivos el puntapié inicial debería ser contar con un análisis lo más crudo posible de las razones que nos han hecho fracasar. Sin embargo, llegar a un diagnóstico común o único es una tarea harto difícil, por cierto, cuando muchos de los actores que deben ser parte de cualquier solución se niegan a ver nuestro pasado (e incluso nuestro presente) tal cual es y se empeñan por reinterpretarlo o reescribirlo. Aún así, tal vez todavía exista alguna forma de intentar ese cambio sin entrar en debates históricos (o en la búsqueda de culpables) que no hacen más que consolidar el status quo.

La Argentina necesita dar su propio gran salto hacia delante[1]. Hay que instrumentar un cambio de régimen e intentar cambiar la geografía en la que hemos vivido durante estas últimas décadas, probar con lo que no se ha hecho y dejar de insistir con las mismas recetas. Hemos tratado de convivir con los problemas, pero no hemos hecho demasiado para que desaparezcan. Y esos problemas irresueltos urden su venganza. La receta de ahogar al sector privado (empresarios, comerciantes, consumidores, ahorristas e inversionistas) con más impuestos y más regulaciones no hace otra cosa más que reducir el ahorro, la inversión y la generación de empleo.

Las políticas de asistencia social no deben ser la excusa para seguir aumentando el tamaño de un Estado ineficaz, ineficiente y, más allá de las declamaciones, ausente. No hay que gastar más, sino que hay que gastar mejor. No hay que regular más, sino menos y mejor. Pero, la corporación política tiene que dar el primer paso. Mostrando que está dispuesta a cambiar, renunciando a una parte trascendente de los recursos que hoy maneja. Todo lo contrario, lamentablemente, a lo que nos ofrece durante estos tristes días que vuelven a sugerir otro final anunciado.

 

[1] “A great leap forward” fue el lema con el que se conoció las políticas que el partido comunista decidió aplicar bajo el liderazgo de Deng Xiao Ping.

Link: https://www.cronista.com/columnistas/La-Argentina-de-Maradona-20201202-0071.html