Por Luis Secco

 

Los nombres están sobre la mesa, ¿y el programa?

 

La tranquilidad del dólar de las últimas semanas y un panorama electoral cada vez más polarizado y en tiempo de descuento han sido una invitación para que la política ocupe sistemáticamente el centro de la agenda pública. Claro que la macro sigue deparando, con la frecuencia de publicación usual, datos y titulares que muestran una situación ya conocida y sin grandes cambios: una recesión con epicentro en los sectores de consumo durable y de la que sólo escapan los sectores productores de bienes primarios; una inflación que se resiste a perforar el piso del 3% mensual; y una pobreza que sigue creciendo, de la mano de la inflación y de la recesión, y cuyo componente estructural no se resolverá aún si la macro se estabilizara y la economía volviese a crecer a partir del año que viene.

El desafío que enfrentará el próximo gobierno es por consiguiente doble, porque involucra tanto la estabilización y el crecimiento de corto plazo como la solución de los problemas estructurales que nos agobian desde hace tantos años. Y a la luz de la experiencia histórica, y sobre todo de la más reciente, el desafío es por cierto colosal porque muchas veces el largo plazo se ha visto más que comprometido por resolver, a como dé lugar, las urgencias de corto.

Algunos parecen creer que basta con resolver la política. Como si ganar las elecciones operase como el chasquido de dedos de Thanos (el archivillano de la saga Vengadores, de Marvel) y el presidente electo, munido del poder que le daría el triunfo electoral, pudiera hacer desvanecer los problemas macro y las trabas estructurales y cambiar las expectativas del mercado y el humor de los consumidores en menos de un abrir y cerrar de ojos.

Con un enfoque similar están quienes sostienen que el chasquido de dedos que hará recuperar la credibilidad y la confianza perdida, es la firma de un gran acuerdo político (un pacto o un nuevo contrato social). Es decir que, sin importar si Mauricio Macri es elegido para un segundo mandato presidencial o si Alberto Fernández es la opción que resulta ganadora, no importa mucho lo que se haga o el contenido de la agenda de Gobierno mientras dicha agenda se sustente en un gran pacto nacional.

Pero, ¿quiénes deberían sentarse en esa gran mesa y a negociar qué? Porque más allá de la polarización electoral, está claro que, incluso entre quienes parecen estar cerca ideológicamente, las diferencias que existen sobre cuál debería ser el rol y el tamaño del Estado, la libertad de mercados y los alcances de las regulaciones sobre la propiedad privada son más que significativas. Plantear la posibilidad que a partir del 11 de diciembre próximo se podrán lograr amplios consensos sobre estas cuestiones básicas significa estirar el problema en el tiempo. Porque la búsqueda de consensos imposibles compromete y demora el diseño de una estrategia de estabilización y desarrollo de largo plazo y si se dejan una y otro para después, el paso del tiempo lejos de aliviar las tensiones y desequilibrios, los agrava.

Pensar que basta con hacer política y pactar consensos para generar un shock de confianza en los mercados es tan riesgoso e incorrecto como creer que la próxima administración (sea quien sea quien gane las elecciones) necesita sólo de un par de medidas gestuales (asegurar que se quiere pagar la deuda a los privados y renegociar con el FMI) para lograr reconstruir las expectativas y salir de la trampa actual y pasar a un círculo virtuoso de mayor estabilidad macro, mayor inversión de riesgo y mayor consumo.  Por eso tampoco alcanza con armar amplios frentes electorales, aún cuando pudieran lucir como potenciales coaliciones de gobierno efectivas, si dichas coaliciones no tienen origen en una agenda de gobierno explícita, conocida y anhelada por todos y cada uno de sus miembros. Y no hay que esperar a tener un nuevo ejemplo a partir de 2020, porque para eso ya tenemos dos ejemplos de alianzas electorales exitosas que luego no pudieron transformarse en alianzas gubernativas igual de exitosas, la experiencia de la Alianza y la del actual gobierno de Cambiemos. Obvio que es importante ganar las elecciones.  Pero la pregunta es para qué.

Porque para salir de la parálisis actual y cambiar de manera efectiva las expectativas se necesita un programa integral que se ocupe tanto de la estabilización macro como de las cuestiones que hacen a la competitividad y a la definición de una estrategia de desarrollo de largo plazo. Y para ello hay que plantear un modelo de país, una estrategia de desarrollo y formular la política macro-económica de una manera que entorpezca lo menos posible el camino hacia esos objetivos.

Ningún candidato debería renunciar a formular un programa integral de estabilización y reforma económica y quedarse sólo en la retórica de que la clave es la gobernabilidad, la política y la búsqueda de acuerdos y consensos. Pero claro, la única posibilidad concreta de que ello ocurra parece quedar reducida a que el oficialismo gane las elecciones. El riesgo es que, tal como sucedió después de los triunfos de 2015 y de 2017, se vuelva a caer en la complacencia de creer que es posible que se produzca un shock de confianza tal que se corrijan setenta años de retroceso y fracaso económico sólo porque Argentina evitó ser Venezuela o porque ganaron los “menos malos”.

 

 

 

Fuente: https://www.cronista.com/columnistas/Los-nombres-estan-sobre-la-mesa-y-el-programa-20190613-0057.html